Los Santos Inocentes, de Miguel Delibes
El prodigio de la escritura de Miguel Delibes fue que, usando un registro culto, integró el habla popular en su literatura sin que aquella abandonara su origen, pero trascendiéndola hasta lograr un producto literario cien por cien, que podía competir con las obras de los escritores más refinados y siempre salir victorioso en la competencia.
Esta escritura, que por una parte le aproximaba al público y por otra lo trataba de forma adulta y literaria, logró ese triunfo a base de convencimiento en lo que se escribía; sin renunciar a las audacias estilísticas, por otra parte, como en esta obra, en la que se omite la dialogación tradicional castellana para, en cambio, convertir los diálogos y enunciaciones en integrantes (aunque destacados) del texto: ni guiones ni comillas, sino sangrados, pero siempre en continuidad con el texto precedente y posterior. Al público, que muchas veces es más sabio que la crítica, no le importó, y comprendió enseguida al autor y su texto.
Los Santos Inocentes, que goza de una excelente adaptación fílmica de Mario Camus (con lo que los detalles de su argumento casi son prescindibles), trata de la explotación del pobre por el rico. Una explotación que venía de hechos sociológicamente probados, como eran los producidos en los cortijos y grandes latifundios de España hasta finales del siglo XX (y que no es seguro que hayan desaparecido del todo). Pero, aparte una denuncia particular, en la novela de Delibes alcanza mayor entidad algo más universal, como el hecho de que esta explotación de produce mediante la alienación de los siervos, casi esclavos, hasta reducirlos, si no a objetos, sí al estatus de animales.
Si se cree que esta alienación es económica, Delibes nos muestra una y otra vez que no, que va más allá, incluso llegando a la religión, como cuando Nieves quiere hacer la (primera) Comunión, pretensión que es recibida con el asombro de quien escucha a una sierva querer cobrar un sueldo (o, ya puestos, a Oliver Twist pedir algo más de gachas). Todo en la novela gira sobre la dignidad humana y cómo se ningunea. Cómo, generación tras generación, una clase se ha esforzado y conseguido imbuir en los siervos la conformidad, la servidumbre y hasta el contento por ser lo que son.
Cuando el señor dice: «las ideas de esta gente, se obstinan en que se les trate como a personas y eso no puede ser», expresa una filosofía invariable, como es la de la casta de "personas", los amos y sus iguales, y la de los animales, entre los que están los campesinos y los sirvientes. De ahí al desprecio absoluto por su existencia, un desprecio que está a punto de lisiar de por vida a Paco el Bajo, o a privar de lo único que tiene al inocentón Azarías, su milana, no hay ni tan siquiera un paso. No lo hay porque en este mundo estratificado, para alienar a los pobres, el primero que tiene que creer que son objetos, animales, es el alienador.
Una de las obras mayores de Delibes, si es que alguna menor tiene, la potencia de esta novela radica, justamente, en que no es una anécdota lo que se cuenta, sino una filosofía que parece inmanente en el mundo, la de la opresión del rico y su esfuerzo (tal vez el único que realiza) para mantener las cosas como están, en un estado de servidumbre permanente a "los otros"; quienes, además, deben mostrarse agradecidos.
Ed. Crítica, col. Clásicos y Modernos
Madrid, 20056 [1981]
Edición de Domingo Ródenas
y otras múltiples ediciones en castellano
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