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Pavana, de Keith Roberts

(Pavane)
Eds. Minotauro
Barcelona, 2000 [1966-1968]

«En una cálida noche de julio del año 1588, en el palacio real de Greenwich, en Londres, con balas asesinas en el pecho y el abdomen, agonizaba una mujer. De rostro arrugado y dientes ennegrecidos, la muerte no le prestaba dignidad; pero su último suspiro despertaría ecos que convulsionarían a todo un hemisferio. Pues la Reina Virgen Isabel Primera, soberana absoluta de Inglaterra, se había ido.
»[...] La noticia de un país desgarrado y que se había vuelto contra sí mismo llegó a los grandes navíos de la Armada que franqueaban el Lagarto para unirse al ejército de invasión de Parma en la costa flamenca. Durante todo un día, mientras Medina-Sidonia iba y venía preocupado por las cubiertas del San Martín, la suerte de la mitad del mundo estuvo pendiente de un hilo. Luego, Medina-Sidonia tomó una decisión, y los galeones y carracas, las galeras y las lentas y pesadas urcas, viraron al norte, rumbo a tierra. A Hastings y al antiguo campo de batalla de Santlache, donde siglos atrás se forjara la victoria. La anarquía que vino en seguida encontró a Felipe instalado como soberano en el trono de Inglaterra; en Francia los partidarios del duque de Guisa, alentados por las victorias obtenidas del otro lado del Canal, derrocaron de una vez y para siempre a la debilitada Casa de los Valois. La Guerra de los Tres Enriques concluyó con el triunfo de la Santa Liga y la Iglesia recuperó su antigua potestad.
»Para el vencedor, los laureles. Restablecida así la autoridad de la Iglesia católica, la naciente nación de Gran Bretaña desplegó sus fuerzas al servicio de los Papas, aplastando a los protestantes de los Países Bajos, destruyendo el poderío de los burgos germanos en las interminables Guerras Luteranas. Los pioneros del continente norteamericano quedaron bajo el dominio de la Corona de España; Cook plantó en Australasia la bandera azul cobalto del trono de Pedro.
»[...] Por sobre todos, el largo brazo de los Papas se alzaba para castigar y recompensar; la Iglesia Militante seguía siendo el poder soberano. Pero hacia mediados del siglo XX los murmullos pasaron a ser protestas en voz alta. Una vez más un viento de rebelión soplaba en el mundo.»
Estos son unos fragmentos del prólogo de esta novela que nos ponen en situación. Porque Pavana es una ucronía. Probablemente la ucronía más elegante jamás escrita.
Es curioso comprobar cómo las mejores obras de este género (El Hombre en el Castillo, de Philip K. Dick, es otro ejemplo prototípico) desvían su vista de lo evidente y se centran más en lo psicológico y social. En efecto, Pavana nos presenta un mundo, y en concreto una Inglaterra, inmersa en una dominación universal católica en la que el progreso técnico y científico ha sido estrictamente controlado y reprimido. Vemos, no ferrocarriles, sino trenes a vapor recorriendo las natiguas vías romanas como único medio de transporte entre ciudades, atravesando enormes zonas de bosque virgen y parameras desiertas en las que la inseguridad y el bandidaje son reyes; semáforos de señales por banderolas dirigidos por una casta de especializados técnicos, los señaleros, que son los únicos medios de transmisión de mensajes a distancia. Las dudas de un sacerdote entre la iglesia británica y la romana; el conato de rebelión promovido por una noble contra el régimen monolítico (recuerden: la Revolución Industrial no ha tenido lugar; no hay apenas burguesía, y no se puede hablar de un proletariado propiamente dicho). Entre otros trazos impresionistas que nos ayudan más a percibir un cuadro conjunto que no una serie de detalles, pintorescos sin duda, tentadores por llamativos, pero que poco nos transmitirían del carácter sustancialmente rebelde y progresista del ser humano.
Junto a una sorpresa final, que no desvelaré. Todo ello transmite un sentido enormemente literario al conjunto, pero sin desdeñar la aventura (el asalto de bandidos al tren de mercancías Lady Margaret; la misteriosa sociedad secreta, o el "antiguo pueblo", que amenaza a una torre de señales; o la batalla del paso de Corfe).
Si todo esto sólo fuera un "las cosas como pudieron ser", sería una mera anécdota. Al convertirse en "la gente como sería" tenemos un ligamen fundamental con esa gente, y nos reconocemos en ella a la vez que reflexionamos sobre nuestra propia historia.