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Nit Diabòlica, de Fredric Brown

(Night of the Jabberwock)
Eds. 62, col. Seleccions de la Cua de Palla
Barcelona, 1986 [1950]

Esta es una de las novelas más singulares del género policial que existen. Sólo la obra de John Franklin Bardin puede compararse, por estilo y originalidad, a La Noche del Jabberwock.
Pero primero, algo sobre Fredric Brown (así; no Frederic, ni Friedrich: Fredric). Considerado en su época un autor "menor", el tiempo lo ha situado en altos escalones en los dos géneros que cultivó, el policíaco y la ciencia ficción. Como autor de ciencia ficción, Brown se especializó en la difícil parcela del cuento ultracorto o "cuento de choque", ese que en pocos párrafos, a veces líneas, planteaba una situación resuelta con una última frase que era como un puñetazo al lector por su efecto sorpresa. Pocos relatos tan perfectos como "Pesadilla en Amarillo" (en realidad un thriller psicológico completo en apenas tres páginas con un planteamiento inquietante y un final tan sorprendente que resulta inolvidable). En el género policial, Brown ha ido ganando prestigio y, si no popularidad, sí ha convencido a los amantes del tema, que lo consideran bocado exquisito.
"Doc" Stoeger es editor y propietario del "Clarion", el único periódico de Carmel City. Buena persona, acaba de pasarse la tarde "matando" noticias (lo que en una ciudad pequeña se consideran noticias: un divorcio, un accidente, una subasta benéfica) por consideración a sus convecinos, y el desánimo tras veintitrés años de monotonía y frustración le acomete. Y sin embargo, esa misma noche...
Empieza con la fantástica visita de un personaje inverosímil, Yehudi Smith, miembro de una extraña asociación de aficionados a la obra de Lewis Carroll (del cual Stoeger es especialista), que trae una propuesta increíble. Y prosigue con una oleada de sucesos en ese pequeño y aburrido pueblo.
Descubrir esos sucesos, o su sucesión, representaría un crimen para el futuro lector, pecado que no pienso cometer. Pero hay que decir que están imbricados como los engranajes de un reloj, de una maquinaria en extremo precisa. Y que la asociación, en el título y el argumento, con Alicia en el País de las Maravillas no es para nada casual o caprichosa. En efecto, el lector tiene la impresión de verse sumergido en una especie de territorio al otro lado del espejo, un territorio extravagante, pero extravagantemente criminal.
Esta novela funciona con una rara sabiduría, precisa y milimétrica, llena de sorpresas y giros inesperados; un sentimiento de extrañeza y vértigo que, sin embargo, posee un tratamiento suave y natural que conduce al lector hasta su inesperada conclusión con mano maestra.
Esta es una de las novelas más singulares que se pueden leer, uno de esos regalos que muy rara vez se ponen en manos de un lector. Y si un regalo tiene la misión de sorprender, este lo consigue. Plenamente.

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La Taberna Fantástica, de Alfonso Sastre

En La Taberna Fantástica - Tragedia Fantástica de la Gitana Celestina
Ed. Cátedra, col. Letras Hispánicas
Madrid, 1995 [1966; estrenada en 1985]

Las obras teatrales de Alfonso Sastre no gozan ni de estreno ni representación frecuente en España. Las causas de ello van más allá de los motivos puramente literarios y teatrales, y no voy a entrar en ellos. Pero sí voy a reflejar un mohín de disgusto por ello, entre varias cosas porque Sastre es uno de los mejores dramaturgos españoles del siglo XX, y sus obras están al mismo nivel, por ejemplo, de las de esos grandes autores británicos y norteamericanos que dan un juego permanente e intenso en los escenarios de todo el mundo.
Son obras de múltiples niveles de significación, densas de contenido dentro de su aparente simplicidad argumental. También son obras muy exigentes para con sus actores, y ahí hay otra razón para su escasa presencia en los escenarios.
En el caso de La Taberna Fantástica, que se estrenó casi veinte años después de su redacción (desde entonces, Sastre ha escrito, que yo sepa, otras 22 obras; de ellas, no se han estrenado en España 19), fue interpretada por un reparto encabezado por el gran Rafael Álvarez "El Brujo", y le dio a su autor el Premio Nacional de Teatro y años de representaciones y giras.
El argumento de La Taberna Fantástica es casi trivial, en apariencia. En una taberna de un barrio marginal de Madrid aparece, borracho, Rogelio, un quinquillero huído de la Guardia Civil que ha recibido la noticia de que su madre ha muerto. A pesar de que arriesga la cárcel, ha acudido para asistir al entierro. Su estado no se lo permitirá, pero además el suceso adquirirá tintes trágicos. A la taberna acudirá la Guardia Civil, la familia de Rogelio, sus compañeros y sus amigos y rivales.
Sobre este hecho, sobre esta tragedia personal, Sastre desarrollará toda una muestra de una sociedad marginal, marginada y a la que la bienpensante ciudad mantiene segregada, casi regocijándose en ese submundo repulsivo que reafirma su superioridad.
Las frustraciones, los sueños, las vidas rotas, innobles, que realimentan su miseria por la imposibilidad de salir de la incultura y la marginación. Todo conforma un cuadro absurdo y basal, una tragedia inevitable por su propia idiosincrasia, esa que el resto de la sociedad les ha impuesto.
Tema aparte es el uso del lenguaje de argot que hace Sastre en la obra (Alfonso Sastre es autor de Lumpen, Marginación y Jerigonça), un empleo magistral que contribuye al naturalismo de una obra comprometida, arriesgada y compleja dentro de una fantástica sencillez.

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Peter Grimes, de Benjamin Britten

(Peter Grimes)
[1943-1945]

¿Una ópera? ¿Qué errabundia me lleva a comentar una ópera aquí? Bueno, la dramaturgia ¿es o no un género literario? Y si lo es, como creo, una ópera no es más que una obra teatral a la que se ha puesto música. Pero si creen que, para mantener el espíritu literario de este blog, voy a comentar únicamente el texto, olvídense. No en vano considero a Benjamin Britten el más grande compositor de mediados del siglo XX.
Para poner las cosas en su sitio, Peter Grimes tiene libreto de Montagu Slater (tenía que haber sido Christopher Isherwood, pero estaba ocupado en otros asuntos), escrito en estrecha colaboración con el compositor, y está basado en el poema narrativo "The Borough", de George Crabbe.
Er... Es curioso, pero hoy día se considera obligatorio acudir a la ópera con el argumento sabido. Esto no sólo me parece un desprecio a la parte literaria del asunto, sino una especie de imposición de la parte musical y vocal sobre la interpretativa y textual. De modo que si mis lectores prefieren escuchar esta obra sin conocer su desarrollo, sáltense este párrafo que están leyendo. El argumento es: Peter Grimes, pescador, es investigado al respecto de la muerte de su aprendiz. Pese a ser exonerado, Grimes declara que ante la ley puede ser inocente, pero que a los ojos de sus convecinos ya ha sido culpabilizado. Despreciado y aparte de todo el pueblo, sus habitantes empiezan a mostrarse abiertamente hostiles cuando a Grimes le es asignado otro aprendiz. Esta agresividad llega a su clímax cuando una turba enfurecida avanza hacia la cabaña de Grimes, el cual, para evitarla, sale por la puerta que da al acantilado. El aprendiz resbala por ese camino y se despeña. Sabedor de que el pueblo ni comprenderá ni perdonará, Grimes decide esconderse. El pueblo cree que Grimes y su aprendiz están pescando, pero cuando las olas arrastran a la costa el jersey del aprendiz, la suerte de Grimes está ya echada. Buscado por la justicia, es encontrado, medio loco, hambriento y exhausto, por Ellen (la única persona que, por amor y caridad, ha intentado comprender a Grimes y su verdad) y por Balstrode. Éste último da a Grimes una solución a sus problemas: que tome su bote, se aventure en el mar y se hunda con él. Así lo hace Peter Grimes. Conforme se pierde entre la niebal las llamadas de Ellen se ven ahogadas por los gritos de la multitud del pueblo. El alcalde y un pescador divisan en la lejanía un bote en dificultades, pero al estar demasiado lejos, se limitan a contemplar cómo se hunde.
Un pueblo no muy alejado de la realidad, donde la envidia, el odio a la diferencia y la maledicencia dominan la vida diaria. Donde sus habitantes tienen que conformarse a los usos y las actitudes del resto o... morir. Si el tratamiento literario es impresionante, la música, que no acompaña, sino que es parte indivisible de la historia, proporciona toda la serie de matices que la obra requiere; desde lo desgarrado a lo sublime, desde lo opresivo a la voz de la rebeldía. Hay pocos motivos alegres en la obra y, como no podía ser de otra manera, se refieren a los elementos que no forman parte de esa sociedad corrompida, deleznable e infernal que es obra de las porciones de maliciade cada cual que se suman en la masa cruel y degenerada.
Existen, que yo conozca, dos versiones grabadas (en CD; es posible encontrar representaciones filmadas en DVD, pero no me constan): una, de DECCA, con Peter Pears en el papel de Grimes. La otra, de Philips, protagonizada por Jon Vickers. POr diversas razones me inclino por la primera. Pero la potencia de Britten y Slater son tales que, si están bien cantadas e interpretadas, todos los Peter Grimes que en el mundo se hacen constituyen momentos en los que se puede sentir la grandeza.

Pero les voy a dejar con una degustación, aunque mínima, de esta obra. Uno de los interludios marinos de la ópera, Sunday Morning, de Peter Grimes.

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Benito Cereno, de Herman Melville

(Benito Cereno)
Salvat Eds. y Alianza Ed., col. Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV
Madrid, 1970 [1856]
Prólogo de Juan Benet

En 1799, el buque del capitán Amasa Delano, fondeado para hacer aguada en la isla de Santa María, en el extremo sur de Chile, divisa la llegada de un barco de vela desconocido.
Pronto los indicios de la maniobra de ese velero revelan que se halla en evidentes dificultades. Impelido por la solidaridad de los hombres de la mar, Delano se presta a echar una mano, y se acerca a ese buque:
«Observada desde más cerca, la nave, cuando pudo vérsela distintamente encaramada en la cresta de las olas plomizas, con jirones de niebla envolviéndola aquí y allá con sus retazos, surgió igual que un monasterio encalado después de una terrible tormenta, como asomado a algún sombrío precipicio pirenaico. No fue, empero, una simple semejanza fantástica la que, por un momento, hizo creer al capitán Delano que delante de él tenía nada menos que un buque cargado de monjes. En la nebulosa distancia, parecía realmente que a las amuradas se hubiera asomado una multitud de negros capuchos, mientras que, entrevistas a intervalos a través de las portas abiertas, distinguíanse confusamente otras errantes y sombrías figuras, como las de frailes negros deambulando por los claustros.
»Ya más cerca cambió aquel aspecto y se aclaró cuál era la verdadera índole del barco. Tratábase de un mercante español de primer rango que, entre otras valiosas mercancías, llevaba un cargamento de esclavos negros desde un puerto colonial a otro [...]
»Difícil era discernir si el barco aquel llevaba un mascarón de proa o sólo un sencillo espolón, ya que lo impedían las lonas que cubrían aquella parte, al objeto de resgurdarla de los trabajos de restauración, o con el fin de ocultar decorosamente su lastimosa condición. A lo largo de la parte de proa de una suerte de pedestal situado bajo las lonas, toscamente pintada o escrita con tiza, a guisa de broma marinera, se leía esta frase: "Seguid a vuestro jefe". Y poco más lejos, sobre la deslustrada empavesada del buque, estaba grabado en solemnes mayúsculas, en otro tiempo doradas, el nombre de la nave: "Santo Domingo". Cada letra aparecía corroída por los goterones de orín caídos desde los pernos de cobre, y sobre aquel nombre, como fúnebres yerbas, oscilaban negros festones de viscosas algas que, al ritmo propio de un coche de muertos, seguían los balanceos del casco del navío.»
Tras estas y otras atmosféricas descripciones, el capitán Delano sube a bordo para hallarse frente a un hombre devastado, el capitán Benito Cereno, amorosamente cuidado por su criado negro Babo.
El capitán español relatará a Delano, no sin renuencia, la serie de desastres que se han abatido sobre el Santo Domingo y le han obligado a emplear como tripulación de fortuna a los esclavos negros, su propia dotación mermada por la enfermedad y las galernas.
Sin embargo, hay detalles extraños a bordo, que desconciertan a Delano, que inspiran inquietud al lecto. Como si una historia no explicada se desarrollase ante nuestros ojos.
Dice Juan Benet en su magnífico prólogo: "Se trata de un relato marinero ─de los que tan pródiga es la literatura en inglés─ en el cual no falta nada indispensable. la aventura, la acción guerrera, el rigor y la crueldad de la vida a bordo, el exotismo de los países lejanos y desiertos, y sobre todo... el misterio. No conozco la narración original de Delano y, por consiguiente, no puedo afirmar la existencia o no del misterio en ella [...] pero dudo mucho de que lograra hacer el milagro de mantener la tensión hasta el final, para lograr lo cual Melville recurre a todos los procedimientos de que es dueño un maestro de la ficción".
En efecto, Melville consigue mantener esa tensión, y nuestra inquietud, hasta el final de la narración. No voy a cometer la torpeza de privarles descubrir cuál es el enigma del Santo Domingo. Pero créanme cuando les digo que se hallarán frente a un argumento inolvidable relatado con la maestría de un genio que, si fue ignorado en su tiempo, no puede sino sernos imprescindible hoy: Herman Melville.

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Joyeux Anniversaire! (I)

Firma invitada: LUIS MORENO VILLAMEDIANA

Hace unos días, el joven belga Louis Brun-Villemoyenne, alias Tintín, cumplió ochenta años. En realidad ése no es su nombre, pero debería serlo; al fin y al cabo “Louis” viene de hluot, gloria, y weg o wig, batalla, y así se llaman los combatien­tes gloriosos y los guerreros ilustres, como él. Tampoco es tan joven: esa sucesión de semanas y meses debe traerle un susto a quien haga el recuento. No es difícil imaginarse el cansancio de Tintín ni su confusión al tratar de recordar todos los paisajes, todas las aventuras, todos los malhechores que ha encontrado desde aquel 10 de enero de 1929. Lo admirable, dice uno, es que en ese tiempo apenas se le haya alterado el peinado —tercamente rubio, tercamente soberbio en la pollina. En su viaje inicial al país de los soviets, el fulano llevaba sobre la frente un asomo, algo torpe, de ese estilo, lo que demuestra que tanto su dibujante como su coiffeuse terminaron por aprender mejor sus labores. La silueta que le conocemos es un poco más reciente, pero la manera de sortear los riesgos prácticamente es idéntica, como si desde la travesía preliminar Tintín supiera cuáles son los movimientos necesarios para esquivar las balas, quitarle el revólver al gángster, demolerlo y llevarlo a prisión. La suya es una maña bastante prematura. Podría concluirse que ese dominio del cuerpo y su entorno es una forma casi congénita de las artes marciales, una adaptación darwiniana a los peligros de una profesión raras veces ejercida —quién puede dudar que Tintín sea más reportaje que corresponsal.
De niño no fui fan de esa historieta; no sé cuántas pude leer en esa época, no recuerdo ninguna. Para mí, la infancia es el dominio de otros personajes, más sentimentales o cizañeros, muchos de Walt Disney. No debo lamentarlo: no me convertí en un adolescente, primero, y en un adulto, después, positivista; no creo en la perdición acelerada por unos hábitos primarios, convertidos en inevitables antecedentes de una posible depravación contemporánea; no comulgo enteramente con la noción de lastres inconscientes. Supongo que aquellos fervores se pueden recordar sin subordinación. Tintín me llegó tarde, es cierto, con su aire de extraña película muda repleta de lenguaje. Nunca he probado a nada más mirar esos libros, con la omisión de los recuadros que anuncian los hallazgos de la conversación y las noticias. Tampoco voy a hacerlo. Para mí es ahora suficiente esa observación marginal, la hipótesis de un nexo con los desafueros que filmaran, años antes, otro Louis, Louis Feuillade —un Louis más real— y el supremo Fritz Lang. Es una relación que se funda, por ejemplo, en la perfección de los cronómetros: la coincidencia que sigue a algún evento está medida como si fuera en verdad un acto de gracia, meditado y definido, oscuramente, por el dios de una policía cavernícola. La salvación es así de rebuscada y feliz. Es la coincidencia de Buster Keaton, pongamos, y no la de Paul Auster: es gestual, no metafísica. Cuando uno piensa que el destino de Tintín tiene que ser la muerte, aparecen Milou o los detectives tontos o el capitán borracho y lo inevitable se vuelve lo evitado. Es una paradoja montada con la coreografía de una comedia en serie; sin música, eso sí.
Igualmente unen los libros de Tintín a aquellos filmes la incongruencia de su amplitud y su economía narrativa. Los bandoleros de Les vampires de Feuillade se desplazan por todo París y los suburbios con el convencimiento de que el mal requiere la ocupación de cada distrito disponible. Los crímenes ocurren en las habitaciones de la pequeña burguesía, en estaciones de tren y en campanarios de provincia, en las bodegas de las vinaterías, en antros desertados, en bares populares y residencias veraniegas. Esa complejidad resalta el crecimiento de una sociedad que celebra lo moderno y a la vez advierte sobre sus infortunios. Allí existen sin el asombro de la novedad el teléfono y el servicio de mudanzas, pero con ellos, también, la transmisión de códigos de guarida a guarida y las trampas del desalojo súbito. Pero todo se cuenta con la disposición y la urgencia de un condenado a muerte, entre cada fragmento hay una dependencia de causa y efecto casi desprovista de torceduras o incisos. El escenario de Tintín es más completo. Sus itinerarios requieren la organización de marchas transatlánticas, de agentes de viaje que no llegamos a ver pero actúan, el concurso de aeroplanos, ferrocarriles, camiones, bicicletas… La variedad en esa obra es más temeraria que en sus antecedentes cinematográficos. Las transgresiones que le toca enmendar a Tintín ya se han metastaseado; su planeta es orgánico y ha sido corrompido impíamente. Tintín es un héroe global, el primer advenimiento, quizá, de un ciudadano que no precisa carnet de identidad porque toda nación lo admite como indígena. A pesar de su eventual racismo y de su fenotipo, el periodista belga es una galería de costumbres arrogadas y exhibidas como originarias. Y también notamos en sus expediciones la procesión de imágenes que se suceden sin mayores desvíos, con la dialéctica de lo imprescindible, de la acción y el reflejo. La vastedad del mundo y sus desventuras se relata con premura y confianza en el ahorro, de ahí que antes de acabar de leer la primera página de un libro de Tintín sepamos que alguna estafa o infracción lo acecha. Es la ventaja de entrar a un universo que ha olvidado su inauguración en el paraíso.

© 2009 Luis Moreno Villamediana, todos los derechos reservados.

Esta entrada apareció originalmente en el blog Humor Vagabundo, el 14 de Enero de 2009

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La Música y Edgar Allan Poe

La influencia de E. A. Poe en la literatura, como está al alcance de cualquiera con mínimo interés, ha sido inmensa. Baudelaire y Lovecraft, por citar dos ejemplos dispares (o no tanto). En Poe se cristalizó un simbolismo que resultó definitivo para la literatura. Como dice Juan Benet, «No se trataba de un cambio radical respecto a las letras que le precedieron, pero sí de la expresión de una insatisfacción derivada de un concepto de la literatura "nacida en la duda y sin otro rumbo que la incertidumbre" [...] Todo tema literario es en sí un símbolo, aunque lo sea de sí mismo, y afirmar que como tales funcionan los sujetos literarios de los escritores de aquella generación, no es añadir mucho. Cabe decir que el primer dato que diferencia a los simbolistas de los escritores precedentes consiste tanto en la posibilidad de una multivalencia del significado como en el carácter implícito del mismo que se puede añadir al simplemente explícito.»
Esta multivalencia ha atraído tanto al cine como a la música. Obviando las asociaciones cinematográficas, la música ha encontrado en Poe un punto referente. Raro, sin embargo, que la música llamada "culta" no tenga en su repertorio trasposiciones de la obra de Poe, y en cambio sí la música pop o rock.
El "Anabel Lee" de Radio Futura, por poner un ejemplo autóctono. O dos casos de discos dedicados de forma íntegra al genio de Nueva Inglaterra.
Lou Reed, ese poeta canalla (que tal vez por serlo tiene más puntos de contacto con Poe de lo que parece) ha realizado su particular homenaje a Poe en su disco The Raven.
He aquí su particular recuento y catálogo de las historias de Edgar Allan Poe, "no precisamente el chico de la puerta de al lado":



O The Alan Parson's Project, que en lo que se denominó rock sinfónico, recorrió los Cuentos de Misterio e Imaginación [Tales of Mistery and Imagination] con mezcla, en su tiempo, de barroquismo e innovación.
Véase, por ejemplo, su The Cask of Amontillado [El Barril de Amontillado]:



Hay que destacar que los músicos no siempre han recurrido a la literalidad. Se han inspirado y producido sus propias variantes. Simbolismo y multivalencia, de nuevo.
Pero finalizaremos con este The Raven [El Cuervo], de Lou Reed, recitado (no se le puede llamar canto) por Willem Dafoe:

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El Corazón Delator, de Edgar Allan Poe

(The Tell-Tale Heart)
En Cuentos/1
Alianza Ed., col. El Libro de Bolsillo
Madrid, 1980 [1843, 1845]
Prólogo, traducción y notas de Julio Cortázar
o
En El Gato Negro y Otros Cuentos
Eds. Generales, col. Tus Libros
Madrid, 1983 [1843, 1845]
Introducción de Juan y Constantino Bértolo Cadenas
Ilustraciones de Harry Clarke y Arthur Rackham

«Me es imposible decir cómo se me metió por primera vez la idea en la cabeza; pero, una vez dentro, me obsesionaba día y noche. ¿Propósito? Ninguno. ¿Pasión? Descartada. Yo quería al viejo. Nunca me había hecho daño. Nunca me había insultado. Su oro no me atraía. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue!»
En este instante preciso, en este exacto lugar, Edgar Allan Poe puso, no los cimientos (que ya habían sido puestos por él y otros autores con anterioridad), sino la piedra angular sobre la cual se iba a construir el género de terror y buena parte de la literatura general moderna.
El protagonista de El Corazón Delator nos sugiere que le llamemos loco, porque de lo contrario, no existiría otra explicación para su crimen y su motivación. Aún así, el lector queda con la inquietante sensación de que incluso la locura no alcanza a explicar los hechos y el proceso mental de su protagonista.
Jamás antes se había escrito un relato en el que el mal, puro y sin paliativos, sin motivaciones racionales, hubiera quedado tan en evidencia.
Pero además, con anterioridad, prácticamente todos los cuentos de terror escritos provenían de una maldad extrínseca. Ser atacado por un vampiro, por un hombre-lobo, visitado por un fantasma, tiene su equivalente moral a ser alcanzado por un rayo. Aún cuando ese ataque esté desencadenado por las acciones del atacado, la misma noción del castigo implica una respuesta externa, un equilibrio de fuerzas entre el bien y el mal. No así en El Corazón Delator, donde los hechos descritos, y su conclusión, no provienen más que de una maldad única, irracional e inexplicable, que surge del propio interior, del protagonista. Sin causa, ni aparente ni real.
Este es un cuento, en su brevedad, perfecto. El protagonista ejerce fascinación por su minuciosidad ¿patológica?; por su maldad sin finalidad y sin principio. Su ejecución, su lenguaje, su conclusión, todo en él es preciso, tocado por el genio que fue el maestro, el pionero, el precursor, el imprescindible Edgar Allan Poe.

Portada y sinopsis

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La Escritura o la Vida, de Jorge Semprún

(L'Écriture ou la Vie)
Ed. Tusquets, col. Andanzas
Barcelona, 1995 [1994]

Firma Invitada: SUSANA RIZO

La mirada. Hace muchos años en apenas 10 minutos de filmación en blanco y negro contemplé por primera vez “la mirada”. Tras este primer impacto he procurado buscar respuestas en los relatos de los deportados supervivientes de los campos. Quise conocer más, y anduve entre los desolados barracones de Birkenau; traté de buscar esas respuestas. El problema es que no las había. Ni tampoco palabras para describir el horror. Tan sólo existe la mirada. Semprún arranca su relato con el recuerdo de esa única referencia: su propia mirada, el día de la liberación del campo de Buchenwald, y “la mirada descompuesta, llena de espanto” de los tres oficiales con uniforme británico que le contemplan.

“¿A qué me remite la mirada horrorizada...? ¿A qué horror, a qué locura?”

La fortuna me puso hace unos meses ante esta obra maestra de Jorge Semprún, La Escritura o la Vida, y me preguntó por qué me resistía a acabarla. Hoy sé que es por la profundidad de este relato. Detrás de ese navegar entre los recuerdos de forma aparentemente desordenada y fragmentaria en los tres momentos en que se centra la novela ─antes, durante y después de Buchenwald─ y a menudo a través de la poesía, Semprún proporciona una más que sincera y profunda reflexión sobre la naturaleza humana, sobre sus miserias y grandezas. Y sobre la existencia en sí. Es éste un recorrido tan duro como imprescindible.

En 1943 Jorge Semprún fue detenido en París y deportado al campo nazi de Buchenwald donde permaneció recluido durante 18 meses como preso político por su vinculación con la red de resistencia antinazi Jean-Marie Action y el partido comunista. El 11 de abril de 1945 el III Ejército del general Patton liberó el campo y la vida que Semprún no creía posible tras esa larga muerte en Buchenwald, fue. Tenía 22 años.

Curiosidad, estar sano y saber alemán; todo lo demás es azar. Así definió Primo Levi el conjunto de factores que determinaron su supervivencia en Auschwitz. Semprún recuerda que en efecto reunía todas esas condiciones y también su resistencia vital durante el tiempo que permaneció en Buchenwald, y sin embargo, tras la liberación se ve incapaz de proyectarse en el futuro. “Así como la escritura liberaba a Primo Levi del pasado, a mi me hundía en la muerte.”

Poco después de aquello Semprún se enfrentó a una dualidad: los recuerdos y la vida insaciable que pugnaba por salir. Pero no podía haber vida sin recuerdos y tampoco con ellos porque le abocaban directamente a la experiencia de la muerte. Tuvo que elegir: o la escritura, y ello implicaba dejar de vivir para volver a morir en Buchenwald, o la vida, y ello implicaba el olvido. En torno a esta elección y lo que supuso esa decisión a lo largo de su vida está construido este ensayo. Todas las elipsis temporales, los saltos, y las asociaciones. Y debajo de todo esto hay una profunda reflexión, de hecho de las más intensas y brillantes que he visto en vida en torno a la desolación, la soledad, la muerte y en definitiva, una experiencia invivible como ésta. Tal y como él mismo define: "He tenido un idea … la sensación de no haberme librado de la muerte, sino de haberla atravesado … de haberla recorrido de punta a punta."

“Una duda me asalta desde el primer momento: ¿pero se puede contar? ¿podrá contarse alguna vez?”

Semprún accede a pasar por el tremendo ejercicio de instalarse en el recuerdo de la muerte, dejar de vivir, y ofrecernos a través de su elección final, la escritura ─la memoria─, el conocimiento y la lucidez. El escritor afronta el mal radical de Kant ─das radikal böse─ sin detalles, sin excesos, sin recreaciones efectistas. Le bastan insinuaciones sutiles. Le basta la ausencia del canto de los pájaros. Le basta evocar la nieve de sus recuerdos, de sus sueños. El humo eterno del crematorio de la colina de Ettersberg. El extraño olor insólito. La intensidad del canto de la oración del Kaddish.

Hay en esta novela muchos momentos sublimes: el primer encuentro con los tres oficiales; el final de sus compañeros de campo Maurice Halbwachs o Diego Morales; su visita a Weimar acompañado por el teniente Rosenfeld ─en realidad se llamaba Rosenberg y era un judío alemán que se expatrió en los años treinta para alistarse en el ejército de los EEUU y luchar contra el fascismo de su país─. Momentos tan sublimes como el sorprendente desenlace. A través de las numerosas referencias literarias poéticas, en francés y alemán en su mayoría, nuestro escritor conduce literalmente al sobrecogimiento en determinadas escenas.

“No poseo nada salvo mi muerte, mi experiencia de la muerte, para decir mi vida, para expresarla. Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor manera de conseguirlo es la escritura. Sólo puedo vivir asumiendo esta muerte mediante la escritura, pero la escritura me prohíbe literalmente vivir.”

Recorremos La Escritura o la Vida en tres fases. La primera colmada de recuerdos y episodios de su vida anteriores a su detención y los momentos inmediatamente posteriores a su liberación del campo. En la segunda irrumpe la vida y esa felicidad siempre frágil, en la que contribuyeron las mujeres que le devolvieron a la vida, la música y la fuerza de la literatura. Surge en esta fase la idea de la escritura, pero tras tomar conciencia de que la vida es más un sueño, una ilusión, y la realidad es el tiempo que transcurrió en Buchenwald, la abandona porque le conduce al suicidio. La política fue en esos años la terapia del olvido, pues le ofrecía la posibilidad de un futuro, le proyectaba al provenir. Y finalmente una tercera fase: la escritura. En 1963, coincidiendo con su ruptura con el partido comunista y abandono de la política, Semprún inició su recorrido por la creación literaria y rompió el silencio que durante largos años había mantenido. La decisión de escribir este libro surge el 11 de abril de 1987, el mismo día que Primo Levi se quitó la vida. El mismo día que cuarenta y dos años antes fue liberado Buchenwald. “Este libro era fruto de una alucinación de mi memoria, el 11 de abril de 1987.”

“Yo lo vi” (Francisco de Goya)
“No sabíais porque no queríais saber. Sois responsables aunque no culpables.” (Teniente Rosenberg, III Ejército del general Patton)

Pudiera sentir el lector cierta reticencia a sumergirse en tanto dolor y descubrir los recodos más oscuros del alma humana, Sin embargo es necesario recorrer este camino por una razón muy simple: porque no hay que olvidar. Parece que Semprún encierra en el fondo ansias de pasar el testigo a otros. Que lean lo inenarrable, y traten de imaginar siquiera de lejos lo que debió ser aquello, lo que supuso. Por compartir su dolor, poder entenderlo. Ponerse a su lado, y mirar con sus ojos.

“Un día soleado de invierno, en diciembre de 1945, me encontré ante la tesitura de tener que escoger entre la escritura o la vida. Quien tenía que escoger era yo, yo solo.”

“La literatura tan sólo es posible tras una primera ascesis mediante la cual el individuo transforma y asimila sus recuerdos dolorosos, al mismo tiempo que construye su personalidad.”

No se encontrará el lector ante una reconstrucción de lo que fue el día a día en el campo de Buchenwald. Para eso ya están otros relatos. Semprún pretende ofrecer una visión de conjunto, no un “desahogo de hechos”. Por ello, la impresión es que la memoria vaga a través de estas páginas; los recuerdos vienen y van, creando en ocasiones la sensación de cierta dispersión, con frecuentes saltos temporales que delatan, tal vez, la dificultad misma de enfrentarse a este relato. El propio Semprún reconoce que los recuerdos se le situaban antes y después de Buchenwald, pero nunca dentro: “Enseguida me pierdo en los meandros de la memoria. Meandros nebulosos, para colmo”. Cuando Semprún parece desmoronarse al recordar, es como si su propia memoria tratara de escapar. “A veces un dolor agudo como la punta de un estilete me había asestado un golpe en el corazón.”

“Nadie puede ponerse en tu lugar, pensaba yo, ni siquiera imaginar tu lugar, tu arraigo en la nada, tu mortaja en el cielo, tu singularidad mortífera. Nadie puede imaginar… tu cansancio de la vida, tu avidez de vivir.”

"Llegaría un día, relativamente cercano, en el que ya no quedaría ningún superviviente de Buchenwald. Ya nadie sería capaz de decir, con palabras surgidas de la memoria carnal y no de una reconstrucción retórica, lo que habrán sido el hambre, el sueño, la angustia, la presencia cegadora de Mal absoluto. Ya nadie tendría en su alma y en su cerebro, indeleble, el olor a carne quemada de los hornos crematorios."

"... Y si no se apropian de esa memoria los novelistas, o los poetas, ¿cómo va a continuar?"

Jorge Semprún declaró en una ocasión que no es preciso haber estado dentro para comprender, y que era necesario que la literatura se apropiara de esa memoria, que los jóvenes novelistas de hoy y mañana, con sensibilidad y talento, reconstruyeran esas historias para que entraran a formar parte de la memoria colectiva. Ese es su deseo. El poder de la literatura es lo que puede salvar esta memoria de la muerte, más incluso que los propios libros de historia.

Cuando anduve tras las respuestas me paré frente la entrada del gran complejo de exterminio que fue Auschwitz-Birkenau. Había una frase encabezando una lista absolutamente interminable de deportados y la triste historia de aquel lugar, rezaba lo siguiente: “Aquellos pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Estoy muy de acuerdo con esa máxima.

Este escritor e intelectual sublime de vida intensa y comprometida y cultura extraordinaria sacrifica parte de su vida para entregarnos la memoria. Esta es la historia de una elección. La escritura, opción final, es lo que nos permite hoy acceder de obras tan necesarias como “El Largo Viaje” o “Aquel domingo”. Esta obra es una reflexión sobre esa decisión. El lector podrá elegir entre abrir los ojos o cerrarlos. Entre la memoria o el olvido.



MASA
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente,
vino hacia él un hombre
y le dijo: "¡No mueras, te amo tanto!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
"¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando "¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: "¡Quédate hermano!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...

César Vallejo
© 2009, Susana Rizo, todos los derechos reservados.

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Historia de la Fealdad, a cargo de Umberto Eco

(Storia della Brutezza)
Ed. Lumen
Barcelona, 2007 [2007]

"A cargo de". Quede claro, por tanto, que esto no es un libro de Umberto Eco, aunque la mano del maestro se reconozca en gran parte del texto que configura, aproximadamente, una cuarta parte del volumen.
En realidad, sería más acertado hablar de una "Antología de la Fealdad Humana". El libro se compone de un texto teórico y analítico que acompaña el corpus principal de la obra, que es una extensa selección de imágenes, del mundo clásico hasta nuestros días, y una selección de textos literarios y de otro tipo, que ejemplifican el tema tratado a través de los tiempos.
Este es un libro singular por el tema que trata. Yo, que me considero feo (pero con un alma resplandeciente; tampoco vamos aquí a flagelarnos), lo he leído con interés. Y cierta admiración. Porque, a diferencia de la belleza (que tiene un volumen gemelo realizado por las mismas manos) la fealdad nunca ha gozado de cánones tan establecidos y representaciones arquetípicas, y la conclusión es que la fealdad no puede ser sino vista históricamente de forma oblicua, mediante objetos y representaciones de seres estrambóticos, imaginarios u odiosos, como el diablo, las brujas, los monstruos de terras incógnitas o las caricaturas. La otra dificultad con respecto a lo feo es la imposibilidad de entrar en las mentes de las diversas épocas, con lo que no podemos sino intuir las reacciones ante los diversos rasgos que podrían, en un momento dado, definir la fealdad.
El recorrido es completídimo: la contradicción de la belleza en el dolor de Cristo; el infierno y el diablo; la tradición antifeminista; la bruja; la redención romántica de lo feo; lo siniestro; la fealdad industrial; el decadentismo; la fealdad ajena; lo kitsch y lo camp, etc. Hasta llegar a "Lo feo hoy", adecuado corolario a algo que ha sido un concepto cambiante y a menudo definido por contraste:
«En un cuento de Zola (Les Repoussoirs, 1891), un tal Durandeau se da cuenta de que, cuando se ve pasear juntas a dos mujeres, una de las cuales es ostentosamente fea, todo el mundo por contraste encuentra bella a la otra. De modo que decide comerciar con la fealdad y monta una agencia que permite a las señoras alquilar una compañera fea para salir juntas y poner así de relieve sus propias gracias, aunque a veces la clienta resulta más fea que cualquier compañera que se le proponga, pero no descubre hasta entonces su escasa belleza. El momento del reclutamiento y la forma en que se le dice a la mujer fea por qué y para qué se la contrata son terribles, pero más terrible es aún el sufrimiento de las elegidas que, tras haber pasado un día elegantemente vestidas y haber asistido al teatro o a un restaurante de lujo en compañía de una señora de la alta sociedad, regresan por la noche a su soledad y se encuentran frente a un espejo que les recuerda la terrible verdad.»
Es un ejemplo de la minuciosidad con la que se ha enfocado el tema y es este un libro total, hecho de mirada, de reflexión y viaje a lo literario, en un esfuerzo, si no exhaustivo, sí completo en su comprensión.
«Se nos repite por doquier que hoy se convive con modelos opuestos porque la oposición feo/bello ya no tiene valor estético: feo y bello serían dos opciones posibles que hay que vivir de forma neutra. Así parecen confirmarlo muchos comportamientos juveniles. El cine, la televisión y las revistas, la publicidad y la moda proponen modelos de belleza que no son tan diferentes de los antiguos, de modo que podríamos imaginar los rostros de Brad Pitt o de Sharon Stone, de George Clooney o de Nicole Kidman retratados por un pintor renacentista. Pero los mismos jóvenes que se identifican con estos ideales (estéticos o sexuales) se quedan luego extasiados ante cantantes de rock cuyos rasgos un hombre del Renacimiento consideraría repelentes. Y esos mismos jóvenes a menudo se maquillan, se tatúan, se perforan las carnes con agujas con el objetivo de parecerse más a Marilyn Manson que a Marilyn Monroe. [...] Ni los jóvenes ni los ancianos parecen vivir estas contradicciones de forma dramática. El esteta de finales del siglo XIX, que privilegiaba la belleza cadavérica como gesto de desafío y de rechazo del gusto de la mayoría, sabía que estaba cultivando lo que Baudelaire había llamado "flores del mal". Elegía lo horrendo precisamente porque había decidido elegir una opción que lo situara por encima de la masa de los bienpensantes. En cambio, los jóvenes que exhiben una piel ilustrada o el cabello azul tieso lo hacen para sentirse parecidos a los otros, y sus padres, que van al cine a ver escenas que tiempo atrás sólo se podrían ver en los anfiteatros anatómicos, actúan así porque così fan tutti

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De Perros Que Saben Que Sus Amos Están Camino de Casa, de Rupert Sheldrake

Dogs That Know When Their Owners Are Coming Home)
Eds. Paidós, col. Contextos
Barcelona, 2001 [1999]

De Perros Que Saben Que Sus Amos Están Camino de Casa y Otras Facultades Inexplicables de los Animales es un libro singular por tratar un tema casi inédito en el campo de la ciencia.
«Kate Laufer, comadrona y trabajadora social de Solbergmoen, en Noruega, tiene un horario laboral extraño y regresa a su casa siempre de manera inesperada. Sin embargo, cuando Walter, su marido, está en casa, la recibe con una taza de té recién hecho. ¿Qué explica este misterioso sentido del tiempo de Walter? Pues el terrier de la familia, Tiki: "Esté donde esté y haga lo que haga ─dice el doctor Laufer─, cuando Tiki se lanza a la ventana y se queda en el antepecho, sé que mi mujer está de camino a casa".
»Siempre que suena el teléfono en la casa de un conocido profesor de la Universidad de Californi en Berkeley, su mujer sabe si en el otro extremo de la línea está su marido. ¿Cómo? Porque Wishkins, el gato de la familia, se lanza al teléfono y manotea sobre el receptor. "Muchas veces consigue descolgarlo y emite algunos maullidos, claramente audibles para mi marido, al otro lado de la línea ─dice la señora─. Pero si llama cualquiera otra persona, Wishkins no se inmuta".»
Estos y otros muchos ejemplos son los que llamaron la atención del doctor Sheldrake, ampliamente reconocidos en la tradición popular y el hecho de que la ciencia no hubiera entrado a estudiarlos a fondo.
Hay muchas variantes a estudiar sobre estos fenómenos en apariencia inexplicables: animales que curan, captación de intenciones, animales que encuentran a su gente a grandes distancias, presentimientos de seísmos, etc.
La ciencia consiste justamente en el intento de proporcionar respuestas razonable, razonadas y demostradas empíricamente a todos los enigmas del universo. Estas facultades animales parecían tener poca importancia con toda probabilidad porque su utilidad era mínima y sólo constituían una mera curiosidad, llamativa pero poco aplicable a la vida diaria.
Sin embargo, y con posterioridad a los estudios de Sheldrake (que se ha convertido en pionero en este campo), la ciencia ha cambiado de actitud. Todavía no se comprende el porqué de estas facultades, pero ya se están empleando con éxito perros en la detección de diabetes, e incluso de cáncer.
Nos hallamos ante varios enigmas, de difícil estudio y todavía más difícil explicación. Sheldrake es partidario de la percepción extrasensorial y de lo que él denomina "campo mórfico". En esto, permitirán que me muestre escéptico y les transmita mi escepticismo. Es, me parece a mí, la explicación más fácil, y tendrán que pasar muchas cosas y haber algo más que estadísticas para convencerme. Pero tampoco voy a echarla por tierra, ni reírme de ella. Los hechos relatados existen y son comprobables y, a falta de otras hipótesis válidas, en mi opinión Sheldrake tiene todo el derecho a trabajar sobre ella. Y acertar o equivocarse, si es el caso. Cosas más fantásticas (pero demostradas y demostrables) nos explica la mecánica cuántica.
Este libro no es sencillamente un recopilatorio de anécdotas, sino también un resumen de los estudios estadísticos y empíricos llevados a cabo por Sheldrake y su equipo. Por tanto, tiene un componente de lectura fácil y otro que puede atragantársele al lector no científico. Con todo, el tema y los casos son lo bastante llamativos y extremos como para estimular nuestra curiosidad. Y mirar con nuevo respeto a los animales que nos acompañan.
Los lectores interesados en las investigaciones del doctor Sheldrake pueden consultar su página web: http://www.sheldrake.org/



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El Club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte

Ed. Alfaguara
Madrid, 1993 [1993]

El Club Dumas (subtitulada o la Sombra de Richelieu) marcó todo un acontecimiento en las letras españolas cuando apareció. Releída hoy (y les confieso que es la ¿sexta? ¿séptima? vez que lo hago), sigo considerándola una novela prodigiosa, que constituye la piedra angular de toda la ficción posterior de su autor. Las novelas anteriores conformaban los cimientos, más que prometedores, de su escritura. Sus novelas de Alatriste son la excursión voluntaria de Pérez-Reverte al siglo más prodigioso y desgraciado a la vez de la historia de España, pero con El Club Dumas, Pérez-Reverte se hizo grande.
No es cuestión de ventas, que otros escritores no le han perdonado. Allá ellos. No es tampoco que gracias a esta novela (más El Maestro de Esgrima y La Tabla de Flandes) le cayera encima la poco deseada etiqueta de maestro de la intriga. Quienes leímos El Húsar ya intuíamos que había mucho más fondo en su ficción que la mera trama.
El Club Dumas es una novela perfecta. Lucas Corso es un mercenario de la especie cazadora de libros de bibliófilo. La historia se inicia cuando recibe el encargo de autenticar un supuesto capítulo de Los Tres Mosqueteros redactado de puño y letra de Alejandro Dumas y su colaborador Auguste Maquet, y que procede de la colección de un editor millonario que, días después de venderlo se ¿suicidó? Casi simultáneamente, Varo Borja, rapaz bibliófilo, lo contrata para revisar y comparar los tres ejemplares existentes en el mundo de "Las Nueve Puertas", un texto demonológico del siglo XVII del que, según declaración postrera del impresor (postrera antes de pasar por la hoguera de la Inquisición), sólo queda un ejemplar superviviente. Dos de los existentes, por tanto, son falsos. ¿O no?
De inmediato, Corso empezará a sufrir la persecución de un hombre moreno y con una cicatriz en la cara, al que bautizará, como no puede ser de otra manera, como Rochefort. Y se verá inmerso en una conspiración que parece salida de las mismas manos del cardenal Richelieu. Una conspiración que puede alcanzar tintes diabólicos.
No se paren aquí y lean la novela. Este esbozo no es sino un pálido reflejo de la hábil y bien trazada trama que encontrarán.
Pero las virtudes que la adornan no se detienen en un argumento imparable, lleno de sorpresas y, sin embargo, lógico. Es una novela excelentemente escrita, con un dominio del lenguaje infrecuente. Es un homenaje y a la vez un paseo por la novela popular del siglo XIX. Es una obra tremendamente literaria, pero que no es elitista ni segrega al lector. Es una novela que reflaxiona sobre los temas de la lectura y la escritura, pero sin imponerlos al texto principal. Es, por tanto, una novela honesta, fruto de un escritor íntegro y sobre todo respetuoso para con el lector.
Pero también es un juego. Un juego que, en cierto momento, la trama y el autor proponen al lector. Y eso sí que es raro. Y más raro todavía, que el autor juegue no con el lector, sino junto al lector.
Acepten el juego y lean El Club Dumas. hay pocas obras en la literatura tan apasionantes y apasionadas. Tan cómplices y a la vez tan prominentes. Sobre todo, hay poquísimas novelas hoy en día que tratan con tanto respeto e inteligencia al lector.

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El País de los Ciegos, de Herbert George Wells

(The Country of the Blind)
En Los Ojos de Davidson (The Remarkable Case of Davidson's Eyes)
Eds. Atalanta, col. Ars Brevis
Vilaür (Gerona), 2006 [1904; 1939]

«Casi a quinientos kilómetros del Chimborazo y a más de ciento cincuenta de las nieves del Cotopaxi, en las extensiones más agrestes de los Andes ecuatorianos, donde las rocas erosionadas por las heladas y el sol se alzan en enormes pináculos y precipicios por encima de la nieve, hubo en otro tiempo un misterioso valle entre montañas llamado el País de los Ciegos. Era una tierra legendaria, y hasta hace muy poco la gente dudaba de que fuera algo más que una fábula. Cuenta la historia que hace muchos años aquel valle aún estaba lo bastante abierto al mundo como para que los hombres, desafiando las incesantes avalanchas, pudieran trepar entre terribles desfiladeros y superar el paso helado que permitía alcanzar sus serenos prados; y hasta allí, en efecto, llegaron y se instalaron una o varias familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y de la tiranía de un gobernante español. Luego se produjo el tremendo cataclismo de Mindobamba, cuando la noche reinó en Quito durante diecisiete días, el agua hirvió en Yaguachi y en el mar todos los peces flotaron muertos hasta la altura de Guayaquil; por todas partes a lo largo de las laderas del Pacífico se produjeron corrimientos de tierras, veloces deshielos y repentinas inundaciones, y el deslizamiento de un lado de la vieja cima Arauca hizo que se derrumbara con estrépito y que, al parecer, cerrase para siempre el País de los Ciegos a la curiosidad de otros seres humanos.»
Este es el inicio de uno de los mejores cuentos fantásticos escritos jamás. Planteada la cuestión de esta tierra olvidada por el tiempo y los hombres, de este territorio evolucionado cultural y físicamente aparte del resto del mundo, sigue el choque y el drama.
Núñez, un andinista, llegará por mor de una serie de casualidades al País de los Ciegos, y después de comprobar la idiosincrasia de sus habitantes, un soniquete se instalará permanentemente en su cerebro: "En el país de los ciegos, el tuerto es rey".
Pronto descubrirá que semejantes aspiraciones de dominio y poder van a chocar con la realidad. No sólo nada podrá contra la comunidad, sino que metido dentro de ella será un loco torpe y desmañado, un hereje, un niño tonto. Ni siquiera esa teórica ventaja de la visión será tal ("─Pero yo veo." "─Ese verbo no existe.").
En esta magnífica edición se nos brindan los dos finales existentes, el original de 1904 y el escrito por Wells para la edición de 1939. Yo me quedaría, como Wells, con este último, pero sólo porque es más extenso.
Las virtudes, más allá del argumento, son muchas. El cuento está impregnado de es que se ha definido como "lo siniestro", lo inquietante, sin ser estrictamente un relato de terror. Sus implicaciones antropológicas, sociológicas y culturales son muchas, pero no están instaladas en un cuento moral o de tesis. Una fina ironía flota por la narración, sabia y literariamente construida.
Es un relato inimitable, único, poco conocido, por desgracia, en español. Una mala fortuna que espero que esta edición remedie de una vez por todas.

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Annapurna. Primer 8.000, de Maurice Herzog

(Annapurna. Premier 8.000)
Ed. Juventud
Barcelona, 1991 [1953]

Este es un libro de exploración, en un estilo comparable a los viajes de Speke, de Stanley o de Cook. Es, sin embargo, una exploración singular, porque el territorio explorado ha estado siempre a la vista del hombre. De hecho, ese territorio ha estado tan a la vista, y ha sido tan evidente que no había sido hollado jamás, que hacía inevitable que ejerciera su fascinación a los habitantes de este planeta.
Sorprende y extraña que, hasta el 3 de junio de 1950, jamás un ser humano hubiera coronado una cumbre de más de 8.000 metros de altura (o puede que sí, pero nadie que hubiera podido llegar ahí había vuelto con vida). Sin embargo, así es. Todas las expediciones anteriores al Himalaya o al Karakorum habían terminado desistiendo o en desastre.
En ese año de 1950, una expedición francesa capitaneada por Herzog se plantó en el valle de Tukucha, en Nepal, para intentar el asalto bien al Dhaulagiri, bien al Annapurna. Este es el relato en primera persona de esa expedición.
Los primeros capítulos, dedicados a la preparación y primeros pasos de la expedición, recuerdan, como he dicho, a los de las grandes exploraciones del siglo XIX, pero destilando una confianza en el material y los hombres contemporáneos de un tremendo optimismo. No tarda el libro en cambiar de estilo. Cuando los componentes de la expedición inician el reconocimiento de las posibles vías de ataque a las cumbres, retroceden también a esa época: los mapas cartográficos de los que disponen son producto de una mente ebria, de un espíritu fantasioso o de un geógrafo aquejado de horror vacui: no tienen nada que ver con las estribaciones y aristas del Dhaula o el Annapurna; valles inexistentes, murallas de cumbre infranqueables que aparecen donde no debiera haberlas, aristas que han cambiado de posición o que han surgido de la nada. Se hallan, como Colón en su día, frente a terra incognita.
Esta auténtica exploración de descubrimiento provocará un retraso intolerable. Dice mucho del valor y la eficiencia de esos alpinistas el que encuentren una vía practicable y decidan acomenter el Annapurna con la época del monzón acercándose peligrosamente. La época de tormentas a más de 7.000 metros no es algo para tomarse a la ligera.
El ataque será impecable. Pero ominoso: "Un inmenso abismo me separa del mundo. Me muevo en un dominio diferente, desierto, sin vida. Un dominio fantástico en el que la presencia del hombre no está prevista, ni quizá deseada. Desafiamos una prohibición, afrontamos una negativa, y, sin embargo, subimos sin ningún temor. La famosa escala de Santa Teresa de Ávila me viene al pensamiento. Unos dedos se aferran a mi corazón..."
No sin razón. Herzog y Lachenal coronarán el Annapurna, pero casi de inmediato se desatará, como una maldición, el infierno.
Será un descenso terrible, horroroso, en un relato vívido, casi literario por su crudeza y realismo. Gran parte de los expedicionarios saldrán mutilados, perdiendo dedos de manos y pies, soportando aludes, sufrimientos más allá de la resistencia humana. En muchos momentos, los miembros de la expedición perderán todo deseo de seguir viviendo. He léido pocas cosas semejantes.
Cómo debió ser la experiencia para que Herzog saliera completamente transformado de allí. Y sufrió esa iluminación, que bien podría haberlo llevado a la locura, de forma benéfica, y ahí resulta la gran lección de la montaña, comprendida bien por Maurice Herzog: hay que respetar a las cumbres, hay que entenderlas y hay que hacer de la montaña parte de la vida, no tu vida parte de la montaña.
«Metido en mi camilla, pienso en esta aventura que está terminando, en esta victoria inesperada. Siempre se habla del ideal como de un fin al que se tiende siempre sin alcanzarlo nunca.
»El Annapurna, para todos nosotros, es un ideal realizado; en nuestra juventud no nos absorbían los relatos imaginarios ni los sangrientos combates que las guerras modernas ofrecen a la imaginación de los niños. La montaña fue para nosotros un campo de batalla natural en el que, jugando en las fronteras de la vida y la muerte, buscábamos la libertad que oscuramente anhelábamos y que necesitábamos tanto como el pan.
»El Annapurna, hacia el que hubiéramos ido todos con las manos vacías, es un tesoro sobre el cual viviremos... Con esta realización, una página se dobla... Una nueva vida empieza.
»Hay otros Annapurna en la vida de los hombres...»