El Silbo de la Lechuza, de Ignacio Aldecoa
En una pequeña ciudad de provincias española, unas mujeres cotillean todo, absolutamente todo lo que sucede. E intervienen en las vidas de los demás, haciéndolas imposibles y, en realidad, dominando toda la vida de la ciudad, o por lo menos la vida que a ellas les parece que se sale de "sus" cánones. Pero no crean que son unas cotillas cualquiera. Son de esas que tienen un espejo retrovisor atornillado en la baranda del balcón, y que usan magnetófono. De hecho, ellas mismas se denominan "la organización".
Frente a esta tiranía, algunos tratan de resistir, pero en vano. Todo lo que hacen puede ser contrarrestado por estas mujeres (que, simbólicamente, Aldecoa denomina «el aquelarre de la calle Libertad, número 4, piso primero izquierda).
El Silbo de la Lechuza es un relato sorprendente, en primer lugar porque parece alejarse de los temas habituales de Aldecoa, y segundo porque su tratamiento es humorístico, cómico, como de sainete. Aunque en realidad, y conforme avanza la historia, los tintes viran a lo tragicómico. Sin embargo, hay un párrafo final. Y ese párrafo modifica toda la intención de lo expuesto anteriormente. En ese párrafo, en el que se expresa la continuidad, la futilidad y, por fin, la inevitabilidad de la muerte, Aldecoa transforma el relato humorístico en una sátira feroz de las costumbres provincianas (y no tanto, hay insinuaciones de que lo que se relata podría haberse trasladado a una gran capital), de la inutilidad de una clase media establecida en el franquismo y que tiene como diversión espiar a sus vecinos y evitar ser espiados; sin pensar, sin razonar, sólo por poseer una tenue sensación de control. Control de qué... Pues de las vidas de los demás. Si bien podría entenderse esto como una metáfora del propio franquismo, la situación es demasiado ridícula, demasiado burda como para que no creamos que en realidad el punto de mira se pone más bien en una clase social demasiado ociosa, e inútil en su ocio.
Aldecoa siempre escribió en el borde de lo permitido (y tuvo sus problemas con la censura), y siempre tuvo que lidiar con metáforas e intenciones que debían entreverse, leerse entre líneas, más que declararse. En este relato divertido, sorprendente, no dejó de incluir una sátira feroz que añade valor hitórico y de compromiso a un relato ya de por sí maestro.
En Cuentos Completos 2
Alianza Ed., col. El Libro de Bolsillo
Madrid, 19736 [1965]
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