La Balada de Cable Hogue, de Sam Peckinpah

SESIÓN MATINAL 

(The Ballad of Cable Hogue); 1970

Director: Sam Peckinpah; Guión: John Crawford, Edward Penney; Intérpretes: Jason Robards (Cable Hogue), David Warner (Joshua), Strother Martin (Bowen), Slim Pickens (Ben Fairchild), L. Q. Jones (Taggart), Peter Whitney (Cushing), R. G. Armstrong (Quittner), Gene Evans (Clete), Stella Stevens (Hildy); Dir. de fotografía: Lucien Ballard; Música: Jerry Goldsmith.

El primero de los grandes westerns crepusculares, y uno de los mejores, La Balada de Cable Hogue es un acto cariñoso, experimental y, cosa curiosa tratándose de Peckinpah, poco violento homenaje al salvaje oeste y a su final, aplastado (en el caso de la película, una metáfora que se hace real) por la civilización en marcha.
Es la historia de Cable Hogue, un rufián vagabundo que, por pura suerte, encuentra en medio del desierto un pozo de agua que permita que la diligencia pueda abrevar allí; esto le permite obtener la liccencia de posta del servicio de diligencias, y establecer un próspero (bueno, lo que puede llamarse próspero en medio del desierto, claro) negocio.
Historia en la que Peckinpah hace aparecer a todos los arquetipos, desde la prostituta de corazón de oro, hasta el pícaro y tahúr Joshua (David Warner). Realizada con pulso firme y maestro, con muchas dosis de humor, poco más se puede decir de su argumento. Hay que verla y dejar que el filme cuente su historia. Poco a poco, sin embargo, el subtexto se irá imponiendo, y esos personajes irán transformándose con el paso de los años y, sobre todo, con la llegada de los avances de la civilización, hasta que el pobre Hogue sea ya tan prescindible como su posta de diligencias. Esa mirada cariñosa y poco dura es inusual en Peckinpah, un director que fue el epítome de la violencia, pero tiene su justificación, tanto argumental como emocionalmente, y sigue siendo uno de las mejores películas de su clase.

Tráiler:

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