Fahrenheit 451, de Ray Bradbury
(Fahrenheit 451)
Ed. Plaza & Janés, col. Rotativa
Barcelona, 1974 [1953]
Dentro del campo de la ciencia-ficción, Ray Bradbury empezó muy pronto a descollar como algo único. Y es que la visión poética del universo no suele casar bien con un género, al menos en la época en que Bradbury empezó en él, que se pretendía tecnificado y científico. Por eso Bradbury, ya desde su época macabra que le llevó a ser editado por Arkham House, se encontró cultivando una parcela peculiar y propia, la de la ciencia-ficción humanística. Sobre todo con los relatos que componen Crónicas Marcianas, en los que los cohetes, por ejemplo, no son tanto vehículos como resplandores evocativos de un mundo nuevo y de uno que se deja atrás.
Sigue siendo cierto incluso en la distopía que es Fahrenheit 451, en sí la quintaesencia del género al proponer una situación posible en el futuro y ver qué sucede. Sin embargo, cuando ya en la primera página encontramos frases como: «Quería, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, parecidos a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.»
O los títulos de las respectivas partes del libro, "Era estupendo quemar", "La criba y la arena" y "Fuego vivo". Cuando nos encontramos ante esto, sabemos que no vamos a leer una novela puramente factual.
En un cierto futuro, los libros han sido desechados e ilegalizados; el cuerpo de bomberos (que, dicen, jamás se dedicó a apagar incendios) es el encargado de gestionar las delaciones y los comportamientos asociales (pasear a pie; hablar con los vecinos; no ver lo suficiente la televisión) y de descubrir y quemar los alijos de libros, junto a las casas que los alojan.
En este contexto, Montag, un bombero consciente y contento de su trabajo, llega a la lectura mediante el vacío vital en el que está inmerso cotidianamente. Y se convertirá en prófugo después de ser delatado por su esposa, para ser él mismo un libro viviente y preservarlo así de la destrucción.
Dice mucho de Bradbury lo fresca que se ha conservado esta novela; lo bien argumentada filosóficamente que está y que más allá de basarse en una premisa extemporánea, el universo que nos presenta es terriblemente plausible:
«La realidad es que no anduvimos muy bien hasta que la fotografía se implantó. Después, las películas, a principios del siglo XX. Radio. Televisión. Las cosas empezaron a adquirir masa. [...] Y como tenían masa, se hicieron más sencillas. En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho. Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos y de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Films y radios, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad. ¿Me sigues? [...] En el siglo XX, acelera la cámara. Los libros, más breves, condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco. [...] Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Claro está, exagero. Los diccionarios únicamente servían para buscar referencias. Pero eran muchos los que sólo sabían de Hamlet (estoy seguro de que conocerás el título, Montag. Es probable que, para usted, sólo constituya una especie de rumor, Mrs. Montag), sólo sabían, como digo, de Hamlet lo que había en una condensación de una página en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin todos los clásicos. Manténgase al mismo nivel que sus vecinos. ¿Te das cuenta? Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. [...] Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! [...] La fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de valioso tiempo. [...] "Quiero ser feliz", dice la gente. Bueno, ¿no lo son? [...] A la gente de color no le gusta El Pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La Cabaña del Tío Tom. A quemarlo. ¿Alguien escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón? ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. Serenidad, Montag. Líbrate de tus tensiones internas. Mejor aún, lánzalas al incinerador.»
2 comentarios:
Sería tan horrible que no existieran los libros en un futuro... Desde que me enteré del tema del libro lo tengo apuntado en una lista pero todavía no le ha llegado el turno.
Pinta fantásticamente bien, gracias por la reseña!
Hola, Vero:
Ese es un futuro muy lejano... ¿o no? No es tanto el problema de los libros electrónicos como que los grandes popes de la edición empiezan a emocionarse con lo que van a hacer con ellos, es decir, los van a convertir en interactivos. Y ahí puede que el límite entre el libro y otra cosa sea muy difusa. Si estando leyendo "La Isla del Tesoro" se te proporcionan infomaciones muy útiles pero que rompen la magia y quiebran el ritmo de la narración, ¿disfrutarán los lectores lo mismo? Y si "para el lector apresurado" se le proporciona en el mismo libro una condensación de cada capítulo... ¿Qué sucederá? ¿Iremos a esta cita que incluyo en la reseña?
Y respecto a que esto no sucederá jamás, no hace tanto tiempo que alguien dijo que no se atreverían a colorear las películas en blanco y negro...
En cualquier caso, Fahrenheit 451 sorprende leída hoy porque se mantiene fresca y atemporal. No ha envejecido un ápice, y su carga argumental sigue siendo perfectamente válida.
Un saludo!
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