Hace más de cincuenta años que van por el mundo. Pero para aquellos que seguimos su evolución casi desde el principio, el punto de inflexión de estos personajes tuvo lugar en 1969.
Fueron al principio pareja de detectives exclusivamente dedicados al gag sencillo producto del equívoco, Filemón vestido a lo Sherlock y con pipa, y Mortadelo con bombín en el que almacenaba sus disfraces. Poco a poco, fueron ganando personalidad, y Filemón abandonó sus manierismos ingleses, Mortadelo dejó el cubrecabezas para lucir su perenne calva y F. Ibáñez creció en recursos estilísticos y artísticos. Ha sido uno de los dibujantes que mejor ha dominado el movimiento en la viñeta, un movimiento veloz y vertiginoso, pero claramente expresado cinemáticamente expresado como pocas veces en el cómic, y que trasciende al fotograma congelado para hacerse dinámico. Vivo.
Pero seguían siendo gags de media, una, dos páginas. El punto de inflexión vino cuando editorial Bruguera quiso realizar una revista compuesta de mitad material francés (Blueberry de Gir, Aquiles Talón de Greg, Gottlib, Iznogud de Tabaré) y mitad autóctono, con Mortadelo y Filemón como bandera. Así se creó El Sulfato Atómico.
El Sulfato Atómico es una obra odiada por el propio Ibáñez. Le llevó tres veces más tiempo de realización que el mismo número de páginas a su estilo habitual. Sería la única historia que hiciera con este supuesto derroche de esfuerzo y detalle. Una lástima, porque Mortadelo y Filemón entraron, por primera y única vez, en el elenco de los grandes cómics europeos. Y sin embargo, a pesar del disgusto del creador y de las consideraciones comerciales del editgor, el público, es decir, los niños que éramos entonces, vimos que los Mortadelos podían ser más que tebeos de consumo inmediato, que había algo más.
Y nos pusimos a esperar la reproducción de ese pequeño milagro. En vano, aunque algunas lecciones se conservaron para los personajes y las historias.
Mortadelo y Filemón habían encontrado el vehículo adecuado para su lucimiento, las historias por episodios o la historia de largo recorrido. Las que, en resumen, podían reunirse en álbum. Surge así la época dorada de Mortadelo: El Sulfato Atómico, Mortadelo y Filemón Contra el "Gang" del Chicharrón, Safari Callejero, Valor y... ¡al Toro!, El Caso del Bacalao, Chapeau el "Esmirriau", La Máquina del Cambiazo o La Caja de Diez Cerrojos. Coincide esta mayoría de edad con su despegue internacional: Clever und Smart en Alemania, Mortadel et Filémon en Francia, Mortadella e Filemòne, más tarde Fortune e Fortuni en Italia, Paling en Ko en los Países Bajos, Flinck och Fummel en Suecia, Flipp og Flopp en Noruega, después Nopsa ja Näpsä, después Älli ja Tälli; Salamâo e Mortadela en Portugal, Antirix kai Symphonix en Grecia, Clever a Smart en la República Checa, Zriki Savargla i Sule Globus en Serbia, Dörtgöz ve Dazlak en Turquía, Mortadelo e Salaminho en Brasil; Txorizo eta Txistorra en vasco.
A partir de esta edad dorada, la decadencia ha venido, no inevitablemente, pero sí por motivos diversos: la entrada de equipo de realización apócrifo, la disputa de derechos sobre los personajes entre su creador y la editorial y, por fin, el agotamiento intelectual de su autor, que a falta de argumentos, empieza a decantar la serie introduciendo políticos y situaciones coyunturales (El Quinto Centenario; Maastrich... ¡Jesús!, etc.). Mala idea. Los personajes han cumplido cincuenta años, pero el Tratado de Maastricht tuvo una vida informativa de cuatro. Hoy, hablar de eso es hablar en chino. Una decadencia, no infame, pero sí triste para unos personajes que, en Safari Callejero, perseguían, por ejemplo, al vampiro Celestino, un murciélago vampiro que había perdido el gusto por la sangre y se había aficionado al tintorro.

Pérdida de la sencillez. Una bendita sencillez que desde los inicios tenían los personajes y que llegó a su cúspide cuando coincidió, en temática, longitud y similitudes, con sus modelos de referencia: Laurel y Hardy. Los mejores Laurel y Hardy, los que combinaron el slapstick y los recursos del cine mudo con los equívocos y temas del primer cine sonoro. Las referencias son tan claras que no es gran mérito señalarlas. Es fácil ver a Filemón como un Oliver Hardy satisfecho de sí mismo, que se cree la máquina pensante del dúo, presumido, soberbio y dominante; y a Mortadelo como el Stan Laurel tímido, chapucero pero bien intencionado, fuente de catástrofes, autor de iniciativas y planes que, inequívocamente, siempre terminan en desastre.
Pareja de hecho que conviven en una especie de relación no amorosa, sino sadomasoquista, como Laurel y Hardy, Mortadelo es quien asume la parte sumisa de la relación, mientras Filemón es el personaje autoritario. Mortadelo, tras uno de sus habituales desastres, juega con el borde de su levita, en actitud sumisa y lloriqueante similar a la de Stan Laurel en situaciones semejantes.
Los aprovechamientos del cine mudo son constantes: la violencia espectacular e inofensiva en el fondo remite más al slapstick, a la tarta en la cara, a la farola de Chaplin en "La Calle de la Paz", más que a Walt Disney.
Los disfraces de Mortadelo remiten también a Laurel y Hardy y a los "Hey, presto!" del cine mudo. Sus legionarios franceses y sus bebés parecen extraídos directamente de las películas de el Gordo y el Flaco. Los detalles rememoran a los absurdos aditamentos al uniforme de Charlot en "Armas al Hombro". De manera similar, Ibáñez emplea el truco del paso de manivela de Méliès de forma continua para realizar cambiazos visuales (en una viñeta se lleva a un perro de la correa; en la siguiente, lo que se lleva es una ristra de salchichas colgante). Todo ello nos remite a un género perdido para el cine, pero que funcionó, funciona y funcionará en el cómic. Ibáñez lo utiliza de forma magistral y son estos recursos los que hacen de Mortadelo y Filemón algo imitado, pero nunca emulado.
Menos significativos, pero también importantes, son los juegos verbales, desde prolongar la tendencia de los años cuarenta y cincuenta de los títulos rimados hasta la actualidad, muchas veces con brillantez (El disfraz, cosa falaz). Y la inclusión de expresiones a veces surrealistas ("Jefe, parece que lleve un chino en la espalda") que han pasado al lenguaje popular.
Y, finalmente, un aspecto poco visto, como fue la miopía de los censores. A partir de 1969 (coincidiendo también con El Sulfato Atómico), los dos detectives abandonan su "agencia de información" y se convierten en agentes secretos al servicio de la T.I.A. (Técnicos de Investigación Aeroterráquea). El nombre puede remitir a una parodia de la CIA, pero en realidad todo el público percibía de qué se hablaba en realidad: un servicio de inteligencia puramente español, impregnado de la característica nacional por excelencia, la chapuza. Si la censura franquista no vio lo que era evidente: los botijos como arma secreta, un científico incompetente, una estructura falaz e ineficiente, un superintendente Vicente convencido de que es alguien importante cuando sólo es un fantoche ridículo, no puede ser más que por la incompetencia inherente en la misma estructura censora que parodiaba el mismo cómic. Esta idiosincrasia puramente hispánica, de que todo lo español está hecho con cuatro latas mal puestas y es de funcionalidad como mínimo dudosa, y que pervivió hasta la gran catarsis de los Juegos Olímpicos de 1992, era tan constante que no podía sino conllevar una identificación, un verse reflejados en las incongruencias de la TIA. Hasta tal punto que, cuando los servicios de inteligencia españoles la han pifiado (y ha sucedido en varias ocasiones), el primer recurso de los humoristas, de los viñetistas, del pueblo llano, ha sido inmediato: Mortadelo y Filemón.
En estas características, en su atemporalidad en los mejores álbumes, perviven Mortadelo y Filemón como el mejor cómic de humor jamás hecho en España.