Annapurna. Primer 8.000, de Maurice Herzog
(Annapurna. Premier 8.000)
Ed. Juventud
Barcelona, 1991 [1953]
Este es un libro de exploración, en un estilo comparable a los viajes de Speke, de Stanley o de Cook. Es, sin embargo, una exploración singular, porque el territorio explorado ha estado siempre a la vista del hombre. De hecho, ese territorio ha estado tan a la vista, y ha sido tan evidente que no había sido hollado jamás, que hacía inevitable que ejerciera su fascinación a los habitantes de este planeta.
Sorprende y extraña que, hasta el 3 de junio de 1950, jamás un ser humano hubiera coronado una cumbre de más de 8.000 metros de altura (o puede que sí, pero nadie que hubiera podido llegar ahí había vuelto con vida). Sin embargo, así es. Todas las expediciones anteriores al Himalaya o al Karakorum habían terminado desistiendo o en desastre.
En ese año de 1950, una expedición francesa capitaneada por Herzog se plantó en el valle de Tukucha, en Nepal, para intentar el asalto bien al Dhaulagiri, bien al Annapurna. Este es el relato en primera persona de esa expedición.
Los primeros capítulos, dedicados a la preparación y primeros pasos de la expedición, recuerdan, como he dicho, a los de las grandes exploraciones del siglo XIX, pero destilando una confianza en el material y los hombres contemporáneos de un tremendo optimismo. No tarda el libro en cambiar de estilo. Cuando los componentes de la expedición inician el reconocimiento de las posibles vías de ataque a las cumbres, retroceden también a esa época: los mapas cartográficos de los que disponen son producto de una mente ebria, de un espíritu fantasioso o de un geógrafo aquejado de horror vacui: no tienen nada que ver con las estribaciones y aristas del Dhaula o el Annapurna; valles inexistentes, murallas de cumbre infranqueables que aparecen donde no debiera haberlas, aristas que han cambiado de posición o que han surgido de la nada. Se hallan, como Colón en su día, frente a terra incognita.
Esta auténtica exploración de descubrimiento provocará un retraso intolerable. Dice mucho del valor y la eficiencia de esos alpinistas el que encuentren una vía practicable y decidan acomenter el Annapurna con la época del monzón acercándose peligrosamente. La época de tormentas a más de 7.000 metros no es algo para tomarse a la ligera.
El ataque será impecable. Pero ominoso: "Un inmenso abismo me separa del mundo. Me muevo en un dominio diferente, desierto, sin vida. Un dominio fantástico en el que la presencia del hombre no está prevista, ni quizá deseada. Desafiamos una prohibición, afrontamos una negativa, y, sin embargo, subimos sin ningún temor. La famosa escala de Santa Teresa de Ávila me viene al pensamiento. Unos dedos se aferran a mi corazón..."
No sin razón. Herzog y Lachenal coronarán el Annapurna, pero casi de inmediato se desatará, como una maldición, el infierno.
Será un descenso terrible, horroroso, en un relato vívido, casi literario por su crudeza y realismo. Gran parte de los expedicionarios saldrán mutilados, perdiendo dedos de manos y pies, soportando aludes, sufrimientos más allá de la resistencia humana. En muchos momentos, los miembros de la expedición perderán todo deseo de seguir viviendo. He léido pocas cosas semejantes.
Cómo debió ser la experiencia para que Herzog saliera completamente transformado de allí. Y sufrió esa iluminación, que bien podría haberlo llevado a la locura, de forma benéfica, y ahí resulta la gran lección de la montaña, comprendida bien por Maurice Herzog: hay que respetar a las cumbres, hay que entenderlas y hay que hacer de la montaña parte de la vida, no tu vida parte de la montaña.
«Metido en mi camilla, pienso en esta aventura que está terminando, en esta victoria inesperada. Siempre se habla del ideal como de un fin al que se tiende siempre sin alcanzarlo nunca.
»El Annapurna, para todos nosotros, es un ideal realizado; en nuestra juventud no nos absorbían los relatos imaginarios ni los sangrientos combates que las guerras modernas ofrecen a la imaginación de los niños. La montaña fue para nosotros un campo de batalla natural en el que, jugando en las fronteras de la vida y la muerte, buscábamos la libertad que oscuramente anhelábamos y que necesitábamos tanto como el pan.
»El Annapurna, hacia el que hubiéramos ido todos con las manos vacías, es un tesoro sobre el cual viviremos... Con esta realización, una página se dobla... Una nueva vida empieza.
»Hay otros Annapurna en la vida de los hombres...»
5 comentarios:
Oiga usted, mi querido Lluís, ¿y en ese Annapurna que narra usted, no dice el significado de ese nombre?
Le pregunto porque me llamó más la atención por el nombre que por el contenido. Aunque he de decir que se siente bien acelerado el pulso al leer tu reseña.
Sucede que hasta donde sé, Annapurna es una diosa de la comida en la India. Y se le honra con un postre de unos fideos trasparentes, leche, almendras, cardamomo y agua de rosas.
Por si te da por volverlo a leer al menos ya tienes la receta.
Jajaja.
Se feliz.
Muy buena idea la de compartir los links Lluis, ya lo tengo en la columna derecha del monitor.
saludos.
Hola, Carmen:
Ay, en una reseña no se puede llegar a todo...
Pero, sí que en el hinduismo es la diosa de la comida y de la cocina. Tal vez, porque en sánscrito Annapurna quiere decir "plena de comida", aunque se la suele traducir como diosa de las Cosechas.
Gracias por la receta, Carmencita. Estoy preparando la reseña de Camilleri. En los comentarios, te prometo que te dejo una receta extraída del libro que comente...
Y otra cosa, que igual te hace gracia. ¿Sabes que en España, hace muchos años hubo un libro de cocina enormemente popular? ¿Y sabes cómo se llamaba?: "Carmencita, la Buena Cocinera"
:)
Gracias por el deseo corfiota, que me ha recordado de inmediato a "Mi familia y otros animales", de Gerald Durrell.
Sé feliz tú también.
Hola, Mariano:
Gracias. Ya puedes comprobar que ahí está tu cuaderno puesto. Que sea para muchas anotaciones. Por cierto, he visto hoy mismo que en la biblioteca que frecuento han recibido el libro de Levrero... Y diré.
Un saludo!
Así que Carmencita la buena cocinera.
Al revés de muchos mexicanos y mexicanas, los diminutivos en el nombre no me agradan. Me gusta más el nombre a mi librito de recetas e historias: Al Calor del Sabor y por Carmen, no Carmencita y menos Carmelita, no por favor.
Sigue siendo feliz, muy feliz es una receta difícil en estos tiempos pero se puede, y más si estás redeado de buenos libros.
p.d.Espero la reseña.
Hola, Carmen:
Bueno, el libro se llamaba así...
Tampoco a mí me gustan los diminutivos. No sé porqué, pero no me gustan, y menos aplicados a mi. Ni en la infancia permití que me llamaran "Luisito".
En fin, un saludo, y de nuevo, y como dicen en Corfú, sé feliz.
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