Vuelo Nocturno, de Antoine de Saint-Exupéry

No sé ustedes, pero yo cada vez estoy más harto de El Principito y tengo más ganas de "el otro" Saint-Exupéry. Esto no es responsabilidad del texto en sí, sino más bien de la sobreutilización que se ha producido de ese cuento infantil: citado a troche y moche, por lo general a destiempo o inoportunamente, sobresantificado (y uno sospecha que esta mitificación proviene de una única lectura en la infancia, o incluso de una fragmentaria y ajena) y sobre todo mencionado por lo general con una expresión de arrobo o con un énfasis que bordea la histeria. No es un fenómeno nuevo, y ya Umberto Eco apuntaba que la sobreutilización o vulgarización de una obra maestra podía llevar a su degradación cultural y a una banalización tal que su valor cultural y literario se viera comprometido. El caso es que El Principito es incomentable. Las reacciones a cualquier comentario, en un sentido u otro, son demasiado viscerales, y se puede decir que ya la obra no se pertenece a sí misma, sino que es propiedad de aquellos que la citan (bien o mal) e incluso de las empresas que la han empleado como reclamo publicitario.
Si la consideración de El Principito fuera menos irracional, necesariamente el resto de la obra de Saint-Exupéry gozaría de una edición y difusión mucho mayor de la que tiene. No es así, y es una lástima, porque entonces los lectores descubrirían a un autor peculiar, basado en la experiencia, que tiene unas lecturas diferentes (y que podrían matizar aquello que se dice en y de El Principito), y enormemente interesante.
Vuelo Nocturno se sitúa en los primeros tiempos de la aviación, cuando el correo aéreo empezaba su andadura desde Tierra de Fuego, Chile y Paraguay hasta Buenos Aires y de ahí a Brasil y Europa, con la necesidad de competir con el resto de medios de transporte, lo cual obligaba a los pilotos a realizar arriesgados vuelos nocturnos.
Y, principalmente, es una obra que trata de la soledad: la de los pilotos en el aire,  veces sin comunicación con tierra; la de las mujeres de los pilotos, que esperan y esperan, y para las que un retraso transforma lo cotidiano en angustioso; y sobre todo la soledad del responsable de la compañía, anclado en tierra, conocedor de todo pero también sometido a la incertidumbre, y sobre esa misma soledad que representa tomar decisiones, a veces crueles, a veces despiadadas, siempre poniendo por delante la línea, los horarios y el servicio. Una soledad acrecentada cuando uno de los aviones desaparece en medio de una tormenta, un accidente que se cronometra y se marca por el límite de combustible, la frontera entre la esperanza y la tragedia.
El propio autor ocupó esa posición de responsabilidad para la compañía Latécoère en 1920, y por tanto la narración tiene ese verismo extremo que la convierte, paradójicamente, en dramática por su cotidianeidad. Todo ello sin que el accidente sea mostrado, cosa que indica a las claras que Saint-Exupéry no busca tanto el drama fácil como el espíritu de aquellos que se mueven en ese mundo de los vuelos nocturnos. Un mundo de incomparable belleza, el que mira al cielo en una época en la que volar era una aventura, una exploración, una entrada en un territorio virgen. Frente a esa soledad que se convierte en comunión con un cielo estrellado (que parece más cerca del piloto y de su exclusiva propiedad), el autor traza también la soledad de la espera y la soledad del mando y la responsabilidad que seguro que él sintió, y la hace protagonista de un texto que trasciende a su historia para convertirse en una aproximación al ser humano abandonado a sí mismo.

(Vol de Nuit)
Anaya, col. Tus Libros
Madrid, 19822 [1931]
Prefacio de André Gide
Apéndice y notas de Emilio Pascual 

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